(VER EN Antología de Textos: El texto de PAISAJE de Giner de los Ríos)
Texto de Unamuno:
Recórrense a las veces leguas y más
leguas desiertas, sin divisar apenas más que
la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de
verde severo y perenne, que pasan
lentamente espaciadas, o de tristes pinos que levantan sus cabezas uniformes.
De cuando en cuando, a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río
claro, unos pocos álamos, que en la soledad
infinita adquieren vida intensa y profunda. De ordinario anuncian estos álamos
al hombre: hay por allí algún pueblo, tendido en la llanura al sol, tostado por
éste y curtido por el hielo, de
adobes muy a menudo, dibujando en el azul del cielo la silueta de su
campanario. En el fondo se ve muchas veces el
espinazo de la sierra y, al
acercarse a ella, no montañas redondas en forma de borona, verdes y frescas,
cuajadas de arbolado, donde salpiquen al vencido helecho la flor amarilla de la
árgoma y la roja del brezo. Son estribaciones huesosas y descarnadas peñas erizadas de riscos, colinas recortadas que
ponen al desnudo las capas de terreno resquebrajado de sed, cubiertas cuando
más de pobres hierbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama
desnuda y olorosa.
(Tomado del libro En Torno al casticismo)
NIEBLA (capítulo XXXI), de Miguel de Unamuno
Aquella
tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en
decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente
de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como
el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo
conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído
Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y
tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había
leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un
rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace
más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su
visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería.
Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí
preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a
mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos
filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó,
¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus
desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de
las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré
citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me
miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser
increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante
y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto o soñando...
––Ni despierto ni soñando ––le contesté.
––No
me lo explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted
parece saber sobre mí tanto omo sé yo mismo, acaso adivine mi
propósito...
––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono
autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la
diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que
has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El
pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído
miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No
disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
––¡No,
hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto
ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe
usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me
suplicó consternado––, porque son tales las cosas que estoy viendo y
oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad
es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no
puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco
muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No,
no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más
que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que
lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo;
tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras
llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre
hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que
parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi
retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el
aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi
camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de
las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
––Mire
usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra
precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No
sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de
ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que
usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al
mundo...
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno,
pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted
y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una
sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan
reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno,
dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre
dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él
como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
––En
ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera
existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y
fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya
existencia independiente de sí.
––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije
vivamente––. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin
contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga
invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos...
––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí...
––Y
yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe
fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber
inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y
el gran don Fulgencio...
––No mientes a ese...
––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues
opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y
como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no
me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
––Eso
de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy
feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo
de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción,
producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso
yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su
capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica
interna...
––Sí, conozco esa cantata.
––En efecto; un
novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les
antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede
hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que
hiciese...
––Un ser novelesco tal vez...
––¿Entonces?
––Pero un ser nivolesco...
––Dejemos
esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por
mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone
usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta
lógica me pide que me suicide...
––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
––A
ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué
está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de
conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea
el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero
demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese
conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no
menos difícil que el...
––¿Cuál es? ––le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
––Pues
más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un
novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o
cree fingir...
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
––E
insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y
un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé
la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!,
¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya
me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no
ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero
pronto! ¡Muy pronto!
––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
––¡Sí, voy a hacer que mueras!
––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah!
––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a
matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y
te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo...
––En
efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una
noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron
unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos,
huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro
renunció a su propósito.
––Se comprende ––observó Augusto––; la
cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a
otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas
frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a
otros...
––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres
decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los
dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire usted, precisamente a esos... no!
––¿A quién, pues?
––¡A usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese
y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el
primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a
aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que...
––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno,
basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a
consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia,
después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana,
sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de...
––No sea usted tan español, don Miguel...
––¡Y
eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de
educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y
oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión,
y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi
Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que
piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo
español...
––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.
––Y
luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir
yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu
osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que
te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu
casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...
––¿No pensabas matarte?
––¡Oh,
si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no
me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora
que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...
––¡Vaya una vida! ––exclamé.
––Sí,
la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra
Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir,
vivir...
––No puede ser ya... no puede ser...
––Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No puede ser... no puede ser...
––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera... Mire que usted no será usted... que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No
puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y
levantándole––, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no
puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué
hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la
idea de matarme...
––Pero si yo, don Miguel...
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que...?
––No
puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y
no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la
vida...
––Pero... por Dios...
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque
no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir
de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme,
dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de
ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se
morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios
dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera;
se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos,
todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo!
Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente
ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted,
mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y
entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que
su víctima...
––¿Víctima? ––exclamé.
––¡Víctima, sí!
¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se
crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted,
y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y
le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como
si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima
furtiva.
y el comentario de LA PROSA " El canario se muere" de Platero y yo, están en la seción de COMENTARIOS.